El Hilo. Cuento. Segunda parte.

El Hilo (Segunda parte)



Los bigovinos nórdicos que no conocen los champiules tienen un plumaje uniforme y son enteramente azules. De un azul profundo, que brilla con la luz dando reflejos tornasolados, pero carecen por completo de las plumas verdosas en sus alas.  Sus ojos parecen mirar con  melancolía y siempre está una lágrima a punto de caer de ellos y rodar por su pico, pues bajan la cabeza y se miran las patitas naranjas. El bigovino por regla es más pequeño que una gallina y más grande que un colibrí. Por lo menos todos los que yo he conocido, que en su mayoría son de Andalucía, pues el único hombre que prefería los nórdicos era mi tío, quizás porque era poeta. A los poetas les gusta la melancolía, en cambio a Juan al parecer lo que le gustaba era la lavandera pues sin que yo me diera cuenta y sin despedirse se alejaba con ella calle abajo. Volví quedar solo, en medio de aquella ciudad chata y extraña. Me entretuve un buen rato mirando los bigovinos silenciosos saltando de un lugar a otro. Luego seguí mi camino. A las pocas cuadras me encontré con  un religioso que tallaba leños con su cuchillo. Sus trabajos eran extremadamente toscos, me detuve casi inconscientemente a mirarlo sorprendido por la enorme cantidad de estatuillas que rodeaban el banco de madera en que se encontraba sentado. Le pregunté que estaba haciendo, mirándome silencioso al principio luego comenzó a hablar con palabras lentas, casi silabeadas que salían de su boca en un parto difícil. Así me contó que quería realizar una talla de la virgen del carmen, pero que él no sabía tallar por eso insistía una y otra vez para mejorar su técnica. Miré el ejército de estatuillas desparramadas por el piso y noté que algunas solo parecían astillas mientras que otras ya tenían alguna forma lejanamente humana. Lo dejé al tal Quiroga y Taboada que así dijo llamarse y continué en la búsqueda de mi destino. Mi nombre es Hilarión Azcurragaray, aún no me he presentado, pero nadie me conoce ni nunca me han conocido por ese nombre, todos me llaman el Hilo, así a secas, mi padre era nacido en una pequeña aldea junto al mar cantábrico pero de muy joven recaló en León, pero siempre añoró el mar. Cuando quedé huérfano a causa de una extraña tos que afectó a mis padres, los busqué en el mar. Y éste me trajo aquí, a esta tierra de los buenos aires, a esta tierra de la plata, donde el sol y el viento frío de Julio me despertaron entre risas y barro.  Donde al principio creí que labraría mi futuro como el monje aquel labraba la madera, con una perseverancia rayana con la locura. Pero pronto me di cuenta que este era solo un puerto, una escala hacia mi verdadero destino. Un destino sombreado de algarrobos y aguaribays, perfumado de arroyos y de trébol.
De sangre y desencuentros.  De santidad e infierno.  Un destino alejado de la capital virreynal, del poder del puerto. Ese poder arribado. Poder que baja por los muelles de este mar dulce y que se derrama en menos de quinientas manzanas de la ciudad de Pedro de Mendoza y Juan de Garay. Pero en ese momento yo creía encontrarme en mi lugar. Caminando distraído me encontré nuevamente en la callejuela de los Bigovinos y vi a Omar sentado junto a una mujer joven. Ataviada con un vestido celeste pálido con cuello y puños blancos.  Extenuado por mi caminata matinal me detuve junto a ellos, sin pensar siquiera en la oportunidad de mi presencia. Ellos al principio no parecieron verme y continuaron conversando casi en susurros. Súbitamente mareado observaba el contraste de la piel blanca como de porcelana de la muchacha y la tez oscura de mi amigo que susurraba cosas en su oído. Poco a poco aquellas figuras fueron transformándose como en sueños. La tierra americana comenzó a ceder bajo el peso de mis pies, como una arena movediza. Médanos. Médanos como los de los cuentos del norte de África. Cuentos del Sahara,  y yo enterrándome lentamente en aquellas profundidades, en miles de millones de granos dorados que me devoran, que me rodean

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