Fragmento de Nemesis Inédita 2010



La higuera estaba desde antes. A juzgar por el diámetro de su tronco desde mucho tiempo antes. Quizás desde un tiempo anterior a la casa misma. Probablemente formó parte de alguna vieja quinta de principios de siglo o quizás de fines del siglo diecinueve. Su tronco nudoso  se abría en varias  ramas gruesas, que sostenían su enorme copa. No es frecuente encontrar ejemplares tan añosos. Era de higos negros. Brevera, lo que la hacía más apreciada en los tiempos de su siembra. Es que las brevas, que maduran en primavera son los primeros frutos en época en que no hay higos. Apoyada contra el muro, que cerca el patio por detrás,  resulta como un hito de ese confín. Gastón quedó enamorado de ella, en cuanto la vio por primera vez, antes de comprar la casa.
Muriel, en cambio, había querido cortarla. Odiaba los higos.  Y las hojas de esas plantas le producían  alergia. Ronchones en la piel. En cuanto ella veía una higuera comenzaba a rascarse, a tanto llegaba su rechazo. En su casa materna había una, no tan grande como ésta, ni tan añosa por cierto, en la que solía sentarse con Tito, en aquel tiempo en que fueron felices. Ambos compartían una porción de tronco casi horizontal que los mantenía muy juntos y ella podía sentir en el muslo el calor de su cuerpo. Probablemente esta era otra causa de su alergia. Un fenómeno psicosomático. Aborrecía aquella sombra en la que había sido feliz, porque le acarreaba recuerdos dolorosos. Es que todo tiempo feliz, que termina deja el sabor de su final amargo. Esa amargura se origina en la felicidad previa. De no haber existido esta, no tendría razón de ser. Esa felicidad que ahora nos falta y que sentimos como una carencia

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