Némesis. Novela Inédita.
Les dejo otro fragmento...
La mañana resultó ser
soleada, Bataglia, no tomó ni un solo mate. Se había quedado dormido. Corrió
hasta la parada del 210 para que lo llevara a la facultad. Subió al coche a
presión debido a al cantidad de pasajeros.
Si no fuera tan tarde habría caminado las veinticinco cuadras hasta la
facultad, a veces es más saludable estirar las piernas pero para eso hace falta
tiempo. Él no lo tenía esa mañana. Le había costado conciliar el sueño, estaba
preocupado. La enfermedad de su padre era como un oscuro nubarrón en su
horizonte. Más allá de lo que le decía su madre, él temía que el viejo no se
repusiera. Siempre entendió que su madre tuviera una actitud ambigua. De a
ratos pensaba que odiaba a su marido. Pero sabía que nunca se lo diría a ellos,
sus hijos. Ella pertenecía, según el lenguaje
del muchacho, a esa generación de hipócritas que guardan las
apariencias. Sus padres desde hacía
muchos años vivían espacios estancos. Bajo el mismo techo dos hogares.
Esa era una situación a la que él y sus hermanos se habían adaptado casi
con naturalidad. Como se adaptan las xerófilas en los desiertos,
desarrollándose en las condiciones que les tocó vivir.
Sin conocer otra
realidad, a no ser atisbadas en las casas de sus amigos, como un ladrón observa
y desea las cosas que guarda otro en su propiedad.
Por eso Bataglia
desde inicios de su adolescencia se apegó mucho a su grupo de pertenencia.
Siempre de alguna forma trató de agradar a los que lo rodeaban, para poder ser
aceptado y sentirse integrado. En eso fue afortunado, se rodeo de buenos
amigos que hicieron su vida más fácil.
Pero ahora lo de su padre lo preocupaba. Y lo sentía como una
preocupación vergonzante. Un dolor oculto que no se atrevía a compartir con
nadie, quizás como rémora de aquella
situación familiar de la que no hablaba. Pues el hecho de no verbalizarla, la
hacía desaparecer de alguna forma. A veces recordaba aquella tarde en que
acompañado con Gastón entró a su casa para realizar unas tareas del secundario.
A poco de llegar comenzaron el azotado de puertas y los gritos. El ruido de
muebles al correrse y objetos
estrellándose contra las paredes. Un panorama al que él estaba acostumbrado,
pero que causó una gran incomodidad en su amigo. Las lágrimas asomaron a sus ojos cuando lo
acompañó hasta la vereda. Eran lágrimas amargas de vergüenza. Por eso a este su
dolor lo llevaba encerrado en una celda
de aislamiento. Después de ese
episodio siempre evitó llevar sus amigos a su casa, salvo las escasísimas
oportunidades en que su madre viajaba a visitar sus parientes en Buenos Aires,
en las que a falta de un contendiente no era posible pelea alguna. Además su
padre pasaba la mayor parte del tiempo fuera de la casa en esas oportunidades.
Su padre el que ahora enfermo lo llenaba de inquietud. Con ese estado de ánimo
descendió del colectivo en la vereda de la facultad. Corrió hacia las
escalinatas y se abrió paso por el pasillo, llegó apenas cinco minutos tarde.
Se ubicó en la tercera fila del viejo anfiteatro de madera. Su corazón latía
agitado aún por el esfuerzo. Extrajo una birome del bolsillo superior de su
guardapolvo blanco y comenzó a tomar notas.
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