En tiempos de coronavirus, dengue y otras calamidades. En la tormenta perfecta publico otra entrada



Leonor
Leonor era  renuente, me dijo que estaba comprometida, pero yo en el brillo de su mirada detecté que  se sentía atraída. Es que, en parte, soy como esos buscadores de oro, que tamizan el lecho de los ríos, identificando entre piedras y guijarros  el metal precioso. De la misma forma identifico  ese velado brillo en los ojos de las mujeres. Es bueno aclarar, que muchas veces en una relación, lo más atrayente es el proceso mismo de la conquista, de la seducción, ese juego en el que echamos mano a nuestros recursos más audaces o imaginativos para ganarnos los favores de ella. Y ese juego nos abre el apetito,  despierta el erotismo, nos hace desear con más intensidad. El deseo es motor potente.  No debo aclarar que su compromiso fue para mí un aliciente adicional. La competencia o quizás eso de compararse, de sentir en el fondo la necesidad de ser  aprobado, elegido. Desarrollar al máximo  capacidades, actos de los que no nos creíamos capaces.  Yo la esperaba, en la vereda, a la hora del refrigerio y me las ingeniaba abordarla e invitarla con un café, un té o un jugo de naranjas, en un barcito de la avenida Córdoba casi Pasteur. El rubor en sus pómulos a pesar del maquillaje, y en su cuello, uno de los lugares donde se puede observar el rubor.  Su piel muy blanca y sus ojos de un raro color casi violeta. No volví a ver, creo que nunca, otros ojos como los de Leonor. Y en ocasiones, debo confesarlo, sueño, vuelvo a ver sus ojos. ¡Ojalá pudiera describir la luz de filamentos de tungsteno de mis sueños! Sus modales delicados, no tenía esa sensualidad de knock out de otras, no quiero decir con esto que no fuera sensual, lo era de forma distinta. Pero como dije anteriormente su parecido con alguna otra, que al decir de Cervantes: cuyo nombre recordar no quiero, es  lo que me llamó la atención inicialmente. Punto y aparte con ese aspecto. 
Es sumamente odioso el comparar una mujer con otra. Algo análogo, en reuniones de amigas, ellas comparan los rendimientos sexuales de uno y otro. Por lo tanto no quiero incurrir en esto. Lo que dije anteriormente con respecto a  Leonor es todo lo que pienso decir en forma comparativa. Además fue muy diferente el proceso de nuestra relación. Lo anterior fue casi instantáneo como un cemento de fraguado rápido. Con ella, como dejé entrever antes, proceso de seducción y  la concreción del deseo. No quiero hacer con esto un panegírico de la neurosis histérica. El proceso que me unió con Leonor fue azaroso y largo. Aleatorio en plan de adjetivar. Debido a mi enfermedad yo estaba especialmente predispuesto a  dedicar el tiempo necesario, para lograr llevar a mi lecho a aquella mujer que se decía comprometida y que pretendía aparentar desinterés. Sentimos  profunda satisfacción y es  caricia para nuestro ego cuando notamos los avances de nuestra conquista. Si, no faltaran aquellos, que dirán, que la  conquista del hombre avanza solo hasta donde la mujer se lo permite y que avanzamos hacia nuestras Termopilas.  Vamos siendo emboscados en realidad, en lugar de marchar victoriosos hacia la meta.
Pero nadie podrá discutir seriamente, se me ocurre en tiempos del toco y me voy, que esos pequeños avances, concedamos que calculados y permitidos por la mujer, son frutos de nuestro trabajo y de nuestro arte de seducirlas. Una mujer raramente se dejará seducir por un papanatas.
Si, no faltaran casos en los que ella avance sobre él,  movida por un interés de otro tipo y ajeno a la atracción sexual. Motivos estos que abundan, pero de los que yo a esa altura de mi vida estaba alegremente a salvo, y creo que aún continúo en la misma situación.  No voy a negar que  estallé de placer sobre su cuerpo sudoroso.  Que recorrí cada milímetro de su anatomía con mis labios y robé sus tesoros más escondidos. Sería ingrato de mi parte negarlo. Las primeras noches que pasamos en mi departamento, casi no nos vestimos, creo que fueron cuatro, una semana santa. Festejamos nuestra propia pasión.  Pero luego de esto y  terminada aquella incertidumbre del romance inicial. Consumado el amor en  la cópula salvaje de los que recién se conocen. Todo se desdibuja un poco. Ya escucho a los psicólogos explicando desde el complejo de Edipo, este tipo de conductas, en la inconfesable búsqueda de la propia madre.  Escucho otro coro  de consejeros familiares argumentando la construcción diaria de la pareja en la interacción de las personas en su plenitud como individuos y no únicamente en la genitalidad. Por detrás como en los distintos círculos de Dante, un coro de moralistas  condenando el egoísmo y la búsqueda del placer por el placer mismo. Pero me aferro a la realidad. Y no fue nuestra relación lo suficientemente fuerte o potente para que yo soportara a  Elías. ¿Quién es Elías? No lo he dicho es cierto. No, no es el novio oficial de Leonor, que se llama Mario (no creo que haya muerto, de lo contrario ella sería la viuda Leonor y no puedo imaginármela así, aunque ya en el común no se visten de negro, ni usan tules sobre los ojos, ni capelinas). Yo fui al casamiento de ella y Mario. Él si lo comprendía a Elías. Hasta podría asegurar que lo quería como a un hermano. No como a un hermano político, que es en lo que  luego se convirtió, sino como a un hermano de sangre.
Debo aclarar que Mario viajaba casi permanentemente, como corredor de comercio, esas eran las oportunidades en que nos encontrábamos con Leonor por períodos más prolongados. De lo contrario eran solo encuentros fugaces. Y seguramente Mario, como todo viajante, tendría una amante en cada pueblo. Por lo que tampoco yo, debía sentir cargo de conciencia. En uno de éstos viajes del corredor de comercio, lo conocí a Elías. Llegué una tardecita al pequeño departamento, donde vivía Leonor, no en un edificio de propiedad horizontal sino uno de esos viejos departamentos de pasillo. Nunca había estado en ese lugar más de cinco minutos, solo de paso, siempre guardando las apariencias. Pero esa tarde ella me invitó a pasar, estaba cocinando. Me quedé a cenar. Y luego a comer el postre entre sus sábanas. Dormitaba desnudo cuando sentí necesidad de orinar.  Caminé hasta el baño en las sombras y cuando me disponía a regresar al lecho, escuché como un suave murmullo detrás de una puerta que permanecía siempre cerrada. Una luz tenue se escapaba debajo de ella. Permanecí un rato inmóvil, atento y lo atribuí a mi imaginación,  o quizás a algún movimiento de Leonor en la cama, aquello que había escuchado. Pero lo volví a escuchar, esta vez debido seguramente a mi atención, mucho más nítidamente. De forma impulsiva abrí la puerta y a la luz de una pálida lamparita de veinticinco bujías vi aquello.  Lo vi a Elías.  Sus ojos rasgados me miraban a cada lado de su nariz ancha. Una nariz como de negro en cuya base dos pliegues de piel formaban un esbozo como de tercer párpado, dando la impresión de ojos terriblemente separados. Su  espalda curvada, sus hombros cargados y sus manos  entrelazadas reposando sobre sus piernas. Y un hilo de baba que caía de su mentón enchastrando su camisa blanca, sobre una barriga prominente como de batracio. Se balanceaba suavemente de adelante atrás. Creí adivinar una sonrisa que mostró sus dientes amarillos. Pero rápidamente desapareció al igual que su atención hacia mí, volvió a mirar la pared de pintura descascarada. Lentamente retorné a cerrar aquella puerta, que nunca debí abrir. Giré sobre mis pies y fue cuando casi me tropecé con Leonor, parada silenciosa tras de mí.  Ella me dijo que era su hermano y que se llamaba Elías. Bajé mis ojos y mi mirada se quedó prendida en la negra maraña de su pubis. Me tomó la mano y me llevó a la cama en silencio.  Pero las sensaciones del amor estuvieron contaminadas por la otra presencia que acechaba tras la puerta balanceándose bestialmente atado de su cintura a una argolla de hierro en la pared.  Otra tarde lo vi correr en calzoncillos por la vereda con sus blancas piernas regordetas, gruñendo y gesticulando. Traté de detenerlo pero de un empellón me arrojó contra un Chevrolet cuarenta y siete estacionado junto al cordón. Fue necesario que lo tomáramos de los brazos con la ayuda de varios vecinos, para conducir su rebeldía nuevamente a su habitación. Se arrojaba y golpeaba contra las paredes como un toro acorralado. Mordía con furia, gritaba y su excitación no tenía sosiego.  Elías, la bestia. Un monstruo atado con una cadena a su mazmorra dormitorio. El secreto de Leonor. Había terminado viviendo con ella luego que su madre lo internó en un hospicio para enfermos mentales, donde aparentemente fue sodomizado por un enfermero. Lo que terminó por supuesto con su expulsión (las víctimas como responsables de los abusos, eran y son moneda corriente), su madre se negó a recibirlo, su hermana tuvo que hacerse cargo, y la única solución fue esa reclusión y el uso de grandes dosis de sedantes, lo que provocaban ese movimiento de balanceo y su mirada aparentemente calma. Esa mirada que ocultaba su agresiva ferocidad. No obstante sus escapadas eran frecuentes, extinguidos los efectos de los medicamentos, retornaba su fuerza sobrehumana y su instinto lo hacía liberarse de sus ataduras. Muchas veces ella tuvo que salir de apuro de su trabajo por estos episodios.  Al verla, milagrosamente, muchas veces se calmaba, bajaba su cabeza deforme y casi corriendo retornaba a su habitación. Otras como la que acabo de relatar no entendía razones. Todo el barrio se sobresaltaba con sus apariciones y los niños que inicialmente se reían  cuando lo veían, en las escasas ocasiones que salía a caminar del brazo de su hermana, luego de dosis equinas de sedantes, aprendieron a temerle.  En una ocasión le había quebrado ambas muñecas a un niño de ocho años para quitarle una pelota que luego intentó comerse. A veces Elías me hacía pensar en los espartanos. Ya no  en las Termopilas, a las que nos atraen las mujeres, sino en los despeñaderos.  Transcurridos años de mi relación con Leonor, ya cuando ella tenía fecha de casamiento y nos estábamos dejando de ver como amantes, Elías desapareció. Varios días estuvo sin saber su paradero. Creo que secretamente deseaba que nunca regresara, que simplemente así como así se fuera de su vida, como había llegado, sin previo aviso. Lo noté en la voracidad apasionada de su cuerpo en el sexo, como liberada.  Pero, lamentablemente,  lo encontraron masturbándose dentro de un auto abandonado cerca del abasto, pasó un par de días en una comisaría hasta que lograron dar con su familia. Tenía algunos hematomas propios de la contradicción entre su falta de modales y el orden público. Leonor no volvió a ser la misma de aquellos días de liberación. Creo que  influyó en su ánimo su próximo casamiento con Mario, el corredor de comercio, que adoraba a Elías. Quedar prisionera de su deseo rápido y mecánico. Prisionera de sus prematuros ronquidos. De su espalda de mono  y del cielo raso mudo.  Se casaron en una pequeña iglesia de Almagro, mi última contribución a su felicidad fue asistir a la ceremonia y felicitarlos en el atrio. Luego me alejé presintiendo la estúpida mirada de Elías, dopado en mis espaldas. Aceleré el paso, confieso, con algo de alivio.

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