Por la cuarentena publico otro fragmento



Flores rojas sobre granito negro
Nogoyá se despide de un crepúsculo más. La noche parece  desmoronarse sobre el mundo. Una música lejana violenta el silencio. El olor del  jazmín penetra por la ventana, mezclándose con el aroma triste del tabaco.  El  hombre llamado L descansa en un sillón de alto respaldo y tapizado de  tela tapizada de un color indefinido entre rosado y violeta.  Quizás  de un púrpura desteñido. Apenas se dejan ver las rosas rojas que forman una especie de guarda sobre el piso negro. El viejo juega, desde la tarde, un juego consistente en  que las colillas de sus cigarrillos queden sobre ellas, una aburrida diversión por cierto. Ahora, en las penumbras, es más difícil acertar sobre las flores del piso, pero también permite cierta laxitud en el juicio sobre la validez del tiro. El viejo especula con eso para engañarse a sí mismo.
 En lejanas rondas de café, que ahora se recuerdan de un color sepia, como esas viejas ilustraciones de revistas  sensacionalistas de los años sesenta (mis años sesenta son siempre los del siglo XX  donde se podían leer la revista Así, o Crónica)  se discutía sobre su nombre Leandro, quizás  Lisandro o Luis tal vez León, Leoncio, Lautaro, Luciano, Lucio, Leocadio, Leopoldo, Lázaro (como el resucitado Serra) Longino, Lucas… ¡Tantos nombres para una sola persona! Para una sola sombra arrumbada en un sillón de color indefinido. Para un montón de huesos doloridos, mal abrigados por una musculatura magra y decadente. Con esa decadencia obscena de la vejez. ¡Tanta  violencia! La violencia irredenta del tiempo. No existe maldad mayor que la del tiempo. Y su secuela el deseo de persistencia. Puedo decir sin temor a equivocarme que el hombre llamado L no adolecía de ese insano deseo, solo se conformaba con pasar. Transcurrir en el casi anonimato de una letra como otros lo hacen en el casi anonimato de un número. ¡Cuántos en realidad solo seremos números, sin saberlo! Él era una letra y lo sabía. Un discurrir fluvial sin deseos de represa. Y mientras la noche se desmorona pesada y oscura sobre el mundo, pensaba en una especie de duermevela, de  sueño-vigilia. Pensaba, como piensan los hombres de su edad, otro discurrir. Y mientras piensa fuma incansablemente. Es que los hombres solos toman whisky  y fuman como  Humphrey Bogart en sus películas, y si bien él nunca formó una familia, se encontraba en un estado de separación permanente con muchas cosas que lo habían acompañado antes. Es que lo indispensable de la soledad es la ausencia, sin ella la soledad no tiene contraste.                         La ausencia recortándose contra el mundo configura la soledad. O por lo menos esa soledad pesada y dolorosa. La noche ya todo lo aplasta con ese peso intangible de las penumbras. La luz de la brasa  se aviva a intervalos, como un indicador, ambiguo desde ya,  de la vida. Ahora a estas horas del relato el sillón podría ser de  cualquier color pues la noche,  los jazmines dulzones y húmedos se han apoderado del universo. Todo es negrura y aroma. Solo la música que rompe el silencio, lo perturba,  traída a oleadas por el viento, le recuerda el movimiento diurno. Recuerda la vida que se derrama por las  veredas de la mañana.                                   La sombra llamada L  fuma y toma whisky como lo hacen los solitarios, abandonados, locos, iluminados, genios fracasados, artistas noctámbulos, escritores mediocres, hampones desalmados, filántropos estafados y enfermos. Enumeración incompleta solo válida como ejemplo.  Toda una fauna insana a las que este hombre semi anónimo reivindica pertenencia. Siendo un universo tan amplio lo mantiene como su nombre: incierto. El hombre recorre con sus dedos el apoyabrazos levemente rugoso. Saborea la mezcla de tabaco y alcohol mientras piensa, casi sin querer, como casi todos pensamos.
 La noche y el día son dos sustancias distintas. La una luz, la otra oscuridad. Dos opuestos excluyentes. Dos mundos disímiles. Que son percibidas por el observador humano, que no cree haber sido translocado, de forma equívoca. El hombre tiene la vana ilusión de la continuidad. De la continuidad de esa realidad, en verdad alternante. Cíclica. Se es pasajero de la luz o de la oscuridad, nunca las dos cosas al mismo tiempo. Ni siquiera cuando esa levedad lunar, que presiento ahora, nos brinda una simulacro tenue del día. El ocaso y el amanecer son dos puertas que al abrirse o al cerrarse nos transportan a otro espacio. Como cuando dejamos atrás el interior y nos sumergimos en lo externo, en lo abierto. Por eso, porque la noche y el día son dos sustancias distintas, los hombres somos distintos en la noche o en el día. Interactuamos en forma diferente con esas realidades alternantes.  Podemos ser sacerdotes o víctimas propiciatorias. Podemos llevar mochilas o alas a nuestra espalda. Ser soñados o soñantes.
¿En cuánto nos parecemos durante una mañana luminosa a aquél otro que yace en su lecho nocturno? ¿Qué cosas diríamos en una larga charla de vino y noche que no insinuaríamos siquiera en un desayuno de trabajo? ¿Qué puertas buscamos durante la tarde soleada y cuales esperamos se abran en el abrigo protector de las sombras?
¿Qué miedos olvidamos con la primera luz del día, que nos acosaron antes del amanecer?
¿Qué soledades? ¿Qué nostalgias? ¿Qué naturaleza externa, social, nos domina durante el día, y desaparece cuando nos ensimismamos,  abismándonos en las profundidades de nuestro ser?
Se dice que el hombre es un ser diurno. Pero existe otro hombre nocturno. Y se nos agolpan cavernas y fieras. Fuegos extinguidos. Omnipotentes seres luminosos, devenidos en oscuros y frágiles. Esa es una dicotomía humana, nuestras dos naturalezas. La Luna y su cara oculta.
Porque también se es un escritor durante el día y otro escritor durante la noche. Porque están formados de dos sustancias distintas. Aunque tengamos la vana ilusión de la continuidad. 
La noche ya aprisiona al mundo, lo aprisiona y lo transforma. Y en todo eso piensa el  fumador del viejo sillón, el hombre de las rosas rojas sobre granito negro. Y de sus circunvoluciones embebidas en tabaco, alcohol, jazmines y sombras nacen estos cuadernos nocturnos. Mientras algunos duermen y otros se desvelan con esas músicas lejanas que trae y no trae el viento.  Mientras la nocturnidad, esa oscura tinta intangible, embebe los márgenes de sus hojas. Un par de ellas, quizás tres, están sueltas, como arrancadas tal vez por la mano del hombre sin nombre, las demás configuran los cuadernos. Al menos eso creo nunca realicé un inventario prolijo y exhaustivo. Lo mío es la improvisación  y el azar. Solo soy un recopilador caótico de esas voces sin tiempo y sin distancia…

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