Un cuento para ustedes

 

El descenso de Ramiro Campos Iglesias

El cloaquista había encontrado un obstáculo, una gruesa losa construida seguramente en las primeras décadas del siglo XX por los materiales y la técnica. Ramiro abandonando de mala gana sus estudios en el escritorio del tercer piso, descendió malhumorado las escalinatas de mármol y atravesando la vieja puerta de madera, pintada de verde, apareció en el patio de las palmeras. En ese lugar planificó los nuevos sanitarios para los visitantes, justo donde hasta ahora existían los antiguos baños del personal, claro hasta allí no llegaba la cloaca y eso era una dificultad importante, por eso Campos Iglesias había permitido que se realizara aquella zanja atravesando el viejo patio de mosaicos calcáreos, que forman figuras de flores y cadenas. Todas compuestas por  rombos y triángulos.  En negro y gris. A Campos Iglesias le había agradado aquél piso desde la primera vez que lo vio y ahora este espectáculo le producía acidez. El cloaquista y su empleado fumaban  apoyados en una de las viejas macetas de cemento. "Ahí está la cosa, por ahí no podemos seguir" dijo señalando el extremo más alejado de la zanja. Ramiro miró con una mezcla de curiosidad y desolación.

Si bien lo había disgustado mucho el tener que cambiar la trayectoria de las cañerías y romper en sitios mucho más visibles como la galería oeste, lo que no lo dejaba dormir era un interrogante 
¿Qué había debajo de esa loza?  A eso de las nueve y media de la noche, se levantó de la cama donde estaba leyendo, se vistió con ropa de uso diario y bajó cuidando de no hacer ruido hasta la planta baja, traía consigo la linterna que tenía en el cajón de su escritorio una vieja Eveready de seis elementos que iluminaba como un reflector, el encendedor y los cigarrillos los recogió del escritorio. Se dirigió a los viejos baños en desuso y tomó una de las palas de los operarios. Se tiró dentro de la zanja abierta y a la luz de la luna comenzó a cavar  para encontrar el borde inferior de aquella antigua loza. Habiéndolo logrado cavó otros cincuenta centímetros más y comenzó a trabajar en forma horizontal como cavando un túnel por debajo de aquello. ¿Quién habría realizado una  estructura de casi un metro de espesor en aquella época? ¿Y para  qué? Mayor aún fue su sorpresa cuando con la pala chocó contra lo que sin lugar a dudas era una pared.

Recordó de pronto que había visto un viejo pisón contra la mampara que ocultaba la entrada de los antiguos baños en desuso. Se incorporó saltó fuera de la zanja, y se dirigió por el patio iluminado por la luna hacia aquel lugar. No tuvo dificultad en encontrar lo que buscaba. Nuevamente casi acostado en el precario túnel que había horadado bajo la loza comenzó a golpear aquella pared de ladrillos y a cada golpe escuchaba el eco, la certeza de un espacio vacío tras el muro, lo impulsó  a seguir su tarea. Por fin los ladrillos cedieron y  cayeron muy hondo a juzgar por el tiempo que tardaron en llegar al fondo. Ramiro Campos Iglesias no percibió el sonido característico de las cosas que caen al agua, aquello entonces estaba seco.

Miró iluminando con la linterna el interior de aquél estrecho túnel. Miró el patio desierto bañado por la luna. Luego se coloco en posición horizontal y comenzó lentamente a recorrer aquella madriguera que él mismo había escavado, no le fue fácil desplazarse por aquél lugar, hasta en un momento temió quedar atrapado y no poder regresar.  Pero su curiosidad fue mayor que su temor. Al llegar al orificio en la mampostería  introdujo su brazo por el mismo e intentó ver dentro de aquel recinto enterrado. Pudo observar la pared opuesta con un antiguo revoque blanco grisáceo y grande fue su sorpresa cuando vio justo enfrente de sí el comienzo de una escalera con peldaños y baranda de hierro que descendía alrededor de las paredes del pozo hacia las profundidades.

Todo el día siguiente estuvo pensando en aquella escalera enterrada. Evaluó de que época podria datar y se convenció que por lo menos de principios del siglo XX, quizás condujera a algún antiguo sótano olvidado y del cual él no tenía conocimiento. O se tratara simplemente de un antiguo aljibe y serviría para que descendieran los operarios que lo limpiaban, aunque por lo que él sabía no trabajaban de esa forma. Se decidió la noche siguiente agrandaría el túnel, con su arnés, cuerdas y demás descendería aquellos peldaños. Debía saber de que se trataba su extraño hallazgo

Se sentía medianamente seguro por la cuerda y el arnés, pero su larga experiencia le decía, que en estos descensos, las caídas no son los únicos riesgos y muchas veces tampoco los más peligrosos. Existen otros asesinos silentes y embozados en las entrañas del  subsuelo.  El primer descanso estaba justo enfrente de él, por lo que introdujo primero los pies y luego el tronco y la cabeza. Asido de la cuerda permaneció unos instantes colgado en el vacío, iluminó hacia las profundidades pero no logró ver el fondo solo el espiral herrumbrosa de la escalera que se hundía en aquellas tinieblas. Comenzó a aflojar lentamente la cuerda.

Cuando sus pies tocaron los peldaños, olvidados quien sabe por quienes, su actitud fue vacilante, no era seguro que sostuvieran su peso.  Iluminó con la linterna el vacío pero el haz se perdió en la oscuridad. La escalera parecía firme, no obstante se cercioró del correcto anclaje de  la cuerda. De uno en uno comenzó a adentrarse en ese sitio misterioso. Diez, veinte, treinta escalones, descendiendo en caracol, todavía no ve el fondo con nitidez, cree ver un suelo rocoso, pero no está seguro.

Sus manos no abandonaban la cuerda, como si se tratara  de un salvoconducto. Observaba el antiguo revoque de la construcción, invadido por la sal que deposita el agua al filtrarse por aquella superficie porosa. Miraba el reticulado irregular de grietas minúsculas, le parecían nervaduras. Sus pies graduaban la forma de descargar su peso en los peldaños, como temiendo al vacío.  Solo una vez que constataba que podían sostenerlo, descargaba su peso en forma franca.  Miró hacia arriba el haz de luz le mostró un paisaje de literatura fantástica, un escalera herrumbrosa ascendiendo en caracol hacia la nada.  Dudó en continuar, nadie sabía que él se encontraba en ese lugar, pensó. Fue un momento de distracción, el peldaño cedió y cayó al vacío.

La arena en la boca es una sensación particular y desagradable.  Puso su cabeza de costado y comenzó a escupir tratando de sacarse los granos de la lengua y los dientes. No veía nada, la oscuridad era total. Confundido no comprendía aún donde estaba ni cuanto tiempo llevaba acostado en ese lugar. El brazo derecho le dolía terriblemente, trató de moverlo una tenaza ardiente le apretó el antebrazo, se quedó quieto y trató de pensar. Con su mano sana palpó el suelo, de una dureza granulosa, no era arena suelta pero tampoco roca. Piedra caliza pensó. Un poco más hacia afuera tocó un cilindro frío y liso. Retiró la mano inconcientemente, la linterna se alejó entonces unos centímetros de él.

Pudo poco a poco recordar donde se encontraba. La tenue luz del orificio por donde él había ingresado, lo orientó, enfrentándolo con su situación. Se encuentra en el fondo arenoso de un pozo seco. Su cuerpo dolorido, la arena en la boca, la oscuridad,la súbita desesperación, todo el mismo instante. Abre los ojos inútilmente apenas distingue lo que lo rodea. Nuevamente extiende su mano en búsqueda de la linterna, por fin con la punta de los dedos logra tocarla, realiza un esfuerzo por incorporarse a pesar de sus heridas. No es fácil su cuerpo le pide reposo, con gritos de dolor, su mente en cambio sabe que debe actuar.

Logró girar penosamente sobre su cuerpo. Luego con su mano sana ayudó a ergir su tronco dolorido. Pudo tomar la linterna, debía ver para tratar de salir de aquella trampa en la que había ingresado voluntariamente. Pulsó el interruptor, pero nada ocurrió, seguramente el artefacto se había dañado con el golpe, respiró profundamente, su brazo ahora se había tornado casi insensible. Golpeó la linterna contra el piso rocoso y milagrosamente el haz de luz iluminó aquello. Ver y comprender, se percibió a si mismo con una lucidez inusitada

Bajo una cúpula de 4 metros de alto y 10 metros de diámetro. Hacia ese lugar conducía la escalera caracol por la que había descendido en la oscuridad. Dio unos pasos vacilantes, no solo por sus heridas, debía asegurarse pisar sobre suelo firme. A esa profundidad y a esa hora, nadie lo auxiliaría. No se permitió de momento imaginar su ascenso de regreso y su salida. Iluminó el  techo, las paredes grisáceas  de mampostería y  descubrió, hacia lo que imagino el norte y el sur de aquella habitación circular dos puertas  de madera y hierro. ¿Acaso se había introducido involuntariamente en una cripta secreta?  Como atraído por una fuerza compulsiva dirigió sus pasos hacia ella,  debido al lamentable estado de su brazo pateó aquellas vetustas tablas  y un aliento húmedo le castigó el rostro  desde las entrañas de la tierra.  Por fin se dio cuenta que estaba en el centro mismo de los túneles de Nogoyá, y no supo si tendría el valor de seguir avanzando. Nunca había creído en la real existencia de aquella red de la que tanto se habla en ciertos círculos, nunca había creído las extrañas historias que sobre ellos se cuentan. Pero ahora al ver aquellas paredes de ladrillos, aquella bóveda de medio punto perderse en la oscuridad, temió que su incredulidad no lo protegiera contra los peligros que lo acechaban allí en esa soledad profunda y mohosa, donde su cuerpo maltrecho por la caída no era garantía de nada. Dónde aquellas fábulas extraordinarias se corporizaban, tomando sustancia en esa amenazante atmósfera enterrada, donde se esconden historias terribles que tantas veces había escuchado con la displicencia del intelectual. Como la de aquellos niños desaparecidos en una noche de balaceras y degüellos Éstas lomadas pensó, enterrado en esa construcción lóbrega y antigua, con su bucólica belleza y el trino angelical de sus pájaros esconden bajo su verde mucha sangre, mucha muerte, mucho odio. Avanzó unos pasos en forma automática, sin siquiera pensar que lo  estaba haciendo, como si sus pies fueran autónomos, su pensamiento fluía sin cesar,  el haz de luz de su linterna se perdía en aquellas penumbras húmedas. De pronto se encontró ante un codo de aquel agujero olvidado, de aquella madriguera en la que nunca hubiera querido estar. Continuó su marcha indolente, de pronto ya no sabía ni cuanto se había alejado de su punto de partida.

Es la imprudencia del desesperado, se dijo, mientras volvía su cabeza para mirar atrás. Tal vez pudiera seguir sus huellas  para emprender el regreso, pero como lograría subir en su estado físico  hasta la escalera caracol por la que había descendido. Decidió hacer un descanso y apagar la linterna debía economizar las pilas, sino pronto quedaría indefectiblemente a oscuras, su reloj se había detenido a las diez de la noche, seguramente la hora de su caída. Alguien notará su ausencia, pensó, y verán la tierra removida al final de la zanja, lo vendrían a rescatar, eso era seguro.  De pronto, mirando aquella nada oscura, ese simulacro de ceguera, cayó en la cuenta que era viernes  y hasta el día lunes nadie vendría, tiempo suficiente para morir deshidratado o por alguna infección en la herida de su brazo. Nuevamente como al derribar la vieja puerta se supo invadido por el miedo, ese miedo atávico, profundo irracional. Se abrazó las rodillas con su brazo sano, el que sostenía la linterna apagada. Una corriente de aire levemente le acarició el rostro y lo puso en alerta. Inmóvil trató de percibir el exacto sentido de la misma,  depositó la linterna en el suelo y con dificultad extrajo el encendedor del bolsillo de la camisa la llama se inclinó hacia la derecha, hacia ese lado había una salida se dijo. Sin embargo decidió descansar otro rato, se sentía débil, luego recomenzaría su camino hacia la posible salida. Pensó, se daría un plazo para buscarla, dos horas quizás tres, no estaba seguro como podría medir ese lapso de tiempo sin reloj, quizás contando. Tres mil seiscientos segundos es una hora, diez mil ochocientos eran tres horas, se dijo, debería contar hasta esa cifra, uno, dos, tres, diez mil ochocientos. Si no encontraba la forma de salir, emprendería el regreso siguiendo sus huellas en la arena. El brazo derecho ahora volvía a dolerle con intensidad, pero  creyó en aquella absoluta oscuridad, que había recuperado cierta movilidad, ahora era un miembro dolorido pero quizás útil. Cuando las fuerzas  habían retornado lo suficiente comenzó a caminar a su derecha alumbrándose de a ratos. Le parecía que la brisa aquella era más intensa, esperanzado apuró el paso, fue cuando sintió un golpe en el rostro, había chocado contra un muro. Encendió la linterna, mientras instintivamente se tocaba el rostro con su brazo herido, efectivamente ahora  lo podía mover, quizás el temor al dolor era la causa de su inmovilidad, y ahora una acto automático le había demostrado que  aún con mucho dolor era posible utilizarlo. Volvió sentarse, mil doscientos se dijo, hacia veinte minutos que estaba caminando, alumbró con la linterna, y el haz de luz le dejó ver una bifurcación. Mientras pensaba cual era la elección correcta, escuchó las voces.

Repasó mentalmente su recorrido, hacia donde había caminado,  no era posible saberlo con exactitud porque su caída le había impedido tener una exacta noción del espacio, del norte o el sur. Pensó en las posibilidades. Quizás provenían del bar de la esquina de la plaza, si era posible que ha esa hora incierta, mil doscientos treinta y cuatro, todavía se encontrara gente  en ese lugar y que fuera sus risas, sus conversaciones los murmullos, de voces ininteligibles que escuchaba en ese momento, tomó hacia el túnel de la derecha quizás en la plaza o en lo que ahora era la jefatura o quizás la basílica se encontrara alguna salida. Mil trescientos.  Como pudo continuó caminando, la atmósfera le parecía más pesada, como más cargada de humedad, más caliente. De repente  a pesar de su cuidado,  sus pasos se aceleraron se encontraba en una pendiente que descendía en ángulo bastante agudo. Las voces se hicieron más intensas, le resultaba difícil calcular la distancia que había recorrido desde la bifurcación. Pero, pensó, debían ser por lo menos cincuenta metros, o su orientación estaba totalmente alterada o se debía encontrar bajo algún punto de la plaza Libertad, no comprendía realmente de donde vendrían esas voces, que ahora escuchaba con mayor nitidez. Decidió sentarse a descansar, escucharía en silencio y recobraría fuerzas, ahora podía con mucho dolor mover más aún su brazo, hasta incluso parcialmente flexionar su codo. Las voces ahora se escuchaban con una extraña resonancia. Como si su eco proviniera de aquellas mismas paredes mohosas, apagó la linterna y se volvió a tomar las rodillas con el brazo sano. La sensación fue como surgida de un sueño inmediatamente antes de despertar, con esa mezcla de realidad e irrealidad, material y etérea a la vez. Una mano le había acariciado el rostro, como acaricia una madre a su hijo enfermo. Con un gesto brusco encendió la linterna y vio aquella cosa entre forma y cuerpo alejarse túnel abajo. Se puso de pie y gritando corrió tras ella, las voces eran mas fuertes, dos mil ochocientos ¿y cuánto? Perdió la cuenta, decidió recomenzar en  dos mil ochocientos, ya el haz de la linterna no mostraba nada, logró detenerse  tiempo antes de rodar por los peldaños, tomó conciencia que el túnel se había estrechado y que ahora se encontraba ante una escalera que descendía perdiéndose en las tinieblas. Su respiración era agitada, se había cansado terriblemente con aquella corrida, dos mil novecientos cincuenta y ocho, llevaba casi cincuenta minutos, casi porque por un momento perdió la cuenta, apoyó su mano sana en la pared de ladrillos y bajó la cabeza agobiado. Ahora el miedo era algo tangible, no era un posible, sino una realidad. Comenzó a bajar uno a uno los escalones,  ahora el techo de aquella estructura estaba a escasos centímetros de su cabeza  ¿Qué sería todo aquello? ¿Hacia que profundidades llevaría aquel laberinto abandonado por siglos?  Fue un descenso penoso aquel la inclinación extrema de aquella  escalinata lo obligaba a realizar un terrible esfuerzo para mantener el equilibrio y su cuerpo maltrecho se resistía al mismo. Como si de un vez por todas deseara en la profundidad de su inconciente dejarse caer. Cuatro mil veintidós. Una segunda línea de su conciencia le hacía saber con un susurro molesto y permanente que ya no podría regresar, que el camino recorrido en aquel descenso demencial era lo suficientemente largo como para que ya no fuera posible emprender un regreso. Apagó nuevamente la linterna y decidió descender por tacto como si fuera un buzo trabajando en aguas turbias. Podría hacerlo se dijo aquel pasadizo se había convertido en un túnel estrecho que le permitía guiarse con sus manos en las paredes. Ahora su brazo dolorido, había recuperado gran parte de su movilidad. Solo comprendió lo desafortunado de su empresa cuando comenzó a caer,  a rodar mejor dicho envuelto en una nada negra y ahora cada vez más cálida. Por fin se detuvo, nuevamente la arena en la boca, nuevamente la piedra caliza. Ahora su dolor no era localizado, era algo difuso, él mismo era dolor. Cuatro mil seiscientos cinco, en su situación desesperada se sorprendió pensando que no había dejado de contar, cuatro mil seiscientos diez. Había perdido su linterna,  ahora las voces parecían acercarse, y pasos, como si una procesión se aproximara en la noche.  Creyó ver un leve reverberar claro sobre los ladrillos del techo, decidió quedarse tendido, ahora comprendía que solo le esperaba aguardar la muerte, ya no podía regresar y ni siquiera sabía donde estaba. Cerró los ojos por un tiempo, cuatro mil novecientos once. Había pensado en dejar de contar ¿Para qué seguir haciéndolo? Pero algo se había automatizado en su cerebro y no podía dejar de hacerlo, los números continuaban uno tras otros resonando en su cráneo. Cuando abrió los ojos, los ladrillos eran iluminados por una luz ondulante y un olor nauseabundo lo inundaba todo. Abrió más sus ojos, seguramente estaría alucinando, leyó muchas veces que  antes de morir existían alucinaciones, siete mil ciento cuarenta y dos. Algo se movía a su alrededor y voces retumbaban en aquella soledad subterránea. Tardó en comprender que se encontraba rodeado por una pequeña multitud.  Ramiro, Ramiro, se dijo ¿Dónde estás Ramiro? El frío en el cuello, algo lastimaba su cuello, abrió los ojos lo más que pudo a pesar del agobio que lo invadía, una especie de desgano involuntario, un abandono total, un desinterés por todos aquellos hechos extraordinarios. Pero a pesar de todas esas sensaciones, abrió los ojos de forma exagerada, como si la separación de sus párpados pudiera aumentar su capacidad de visión, comprendió que ahora se encontraba en una especie de penumbra amarillenta, muy distinta a la oscuridad total de momentos antes. Ocho mil. Lo horrorizó ver el canto de la espada apoyada sobre su cuello. Trató de moverse pero su cuerpo era una masa dolorida e inmóvil. De pronto se percibió en el aire, manos los sujetaban de sus axilas y sus rodillas llevándolo. El dolor y la sed, el calor y la humedad eran insoportables, se supo llevado  como un animal  de caza. Nuevamente, creyó que su cuerpo estallaría en mil fragmentos cuado lo arrojaron al piso, contra los ladrillos de la pared,  su cuerpo quedó en una posición ridícula como un muñeco desarticulado.  La mujer que antes lo había acariciado se acercó hasta casi tocarle su cara con la suya. Su aliento era fétido, su sonrisa desdentada se parecía a la de un animal, un pez quizás, tal vez con más exactitud un reptil. Ahora no lo acarició solo emitió un sonido aterrador.  Luego se acercaron los otros, por la luz de las antorchas pudo verlos con más claridad, seres envejecidos, sucios y vestidos con harapos, pestilentes como la mujer que tenía frente a sí. Esta se puso de pie y alejándose realizó un gesto con su mano, los otros desenvainaron sus espadas herrumbrosas y se le acercaron. La primera  herida fue en el abdomen.

Ramiro, despertó en su cama bañado en una transpiración espesa, que pegaba las sábanas a su cuerpo. Su respiración era agitada. Diez mil ochocientos pensó. Miró su habitación del tercer piso, el arnés, la linterna preparados sobre el escritorio, se vistió de prisa, bajó corriendo las escaleras y ya en el patio comenzó a tapar aquella zanja , cuando concluyó feliz su tarea. Su reloj marcaba las diez.

O quizás Ramiro nunca despertó, y de su desaparición se tejieron mil conjeturas. Poco a poco fue olvidado. Los nuevos propietarios taparon la zanja, años después, para reconstruir el hermoso piso de mosaicos calcáreos que forman figuras de flores y cadenas. Todas compuestas por  rombos y triángulos.  En negro y gris


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